La noche del 24 de diciembre de 1971, el cielo sobre la selva amazónica peruana se rasgó con la furia de una tormenta. Dentro del Vuelo 508 de LANSA, el ambiente festivo de la víspera de Navidad se transformó en pánico. Entre los pasajeros se encontraba una joven de 17 años, Juliane Koepcke, viajando junto a su madre.

El avión, un Lockheed L-188 Electra, se vio atrapado en la tormenta. De repente, un ruido ensordecedor, seguido de una sacudida violenta, desgarró el fuselaje. Juliane recuerda un brillo cegador y luego… la oscuridad.

Cuando recuperó la conciencia, se encontraba en medio de la selva, aturdida y dolorida. Estaba sola. A su alrededor, los restos destrozados del avión yacían esparcidos, testigos mudos de la tragedia. Su madre no estaba a su lado.
A pesar del shock y las heridas, una extraña calma se apoderó de Juliane. Recordó las enseñanzas de sus padres, biólogos que habían vivido y trabajado en la selva. Sabía que el agua era vital y que debía encontrarla.
Con la mandíbula rota y un ojo morado, se arrastró entre los escombros. Encontró una maleta con algunos dulces y su abrigo. Luego, escuchó el sonido de un arroyo cercano. Con determinación, se dirigió hacia él.
Durante los siguientes once días, Juliane luchó por sobrevivir en la selva inhóspita. Se alimentó de los dulces que encontró y, cuando se acabaron, tuvo que aprender a buscar comida. Recordó que los frutos que comían los monos eran seguros.
Sus heridas se infectaron, y las picaduras de insectos no cesaban. Pero la sed y el instinto de supervivencia eran más fuertes que el dolor. Siguió el curso del arroyo, sabiendo que eventualmente la llevaría a una fuente de vida o a algún asentamiento humano.
Caminaba día y noche, guiándose por el sol y las estrellas. Dormía en el suelo húmedo, rodeada de los sonidos de la selva. A veces, la desesperación la embargaba, pero el recuerdo de su madre y la necesidad de sobrevivir la impulsaban a seguir adelante.
Un día, mientras caminaba por la orilla del arroyo, divisó algo que le hizo latir el corazón con esperanza: una pequeña choza. Se acercó con cautela, llamando débilmente.
Dentro, encontró a unos leñadores. Al verla, demacrada, herida y cubierta de barro, quedaron atónitos. Le dieron agua y comida, y la cuidaron hasta que pudieron llevarla a la civilización.
La historia de Juliane Koepcke es un milagro de supervivencia. A pesar de caer desde miles de metros, de enfrentarse sola a la selva y sus peligros, su determinación y su conocimiento de la naturaleza le permitieron sobrevivir. Su historia es un testimonio de la increíble resistencia del espíritu humano y de la capacidad de adaptación en las circunstancias más extremas. Aunque perdió a su madre en el accidente, Juliane emergió de la selva como un símbolo de esperanza y fortaleza inquebrantable.